Veo los contenedores en llamas emitiendo señales luminosas al éter. El sonido y la imagen no se han sincronizado bien, primero nos muestra al chico, joven, muy joven, caer al suelo con los brazos abiertos, roto como un poema a medio terminar y con la camisa repleta de claveles rojos que devoran todo el tejido. Luego llegan los disparos, tres golpes secos como tres puñetazos cuyo destino ya marcado habíamos visto un instante antes. Eran una profecía, nada hubiese podido salvarte, ese era el mensaje escrito en cada una de las balas.
El locutor pone el comentario que cierra la imagen. Una pátina de sudor brilla en su frente y balbucea nervioso intentando enfocar la vista sobre algún punto indeterminado delante de sus ojos. Sospecha que se avecina un nuevo orden y aún no ha decidido en que lado debe colocarse. A un lado, los que le pagan un sueldo exagerado desde hace veinte años, toda una vida. Al otro, una multitud, una incógnita en busca de su lugar. Una apuesta muy arriesgada para alguien que nunca tuvo que tomar decisión alguna porque todas le venían ya escritas en un papel que le colocaban ante sus narices. Sólo necesitaba leerlas con voz hueca para convertirlas en verdad, esa es la magia del miedo.
Quizás no este siendo justo con él. Quizás, mientras hablaba de normalidad, de orden y de severos castigos contra los manifestantes que llenaban las calles, alguien le apunte con una pistola sobre su sien perlada de sudor. No una pistola real, dura, brillante e incontestable, sino una pistola imaginaria. Existen muchos tipos de pistolas y no todas dan el mismo miedo, algunas de esas armas tan sólo tienen el poder que nosotros queramos otorgarles.
Quito el volumen al telediario y corro las cortinas para ahogar el último rayo de luz. No queda nada por hacer, me he convertido en un gato viejo y cobarde que ve pasar la vida escondido tras las cortinas. Asustado y a la vez curioso, un simple espectador de cosas ya decididas por otros. Ya no creo en utopías, te dije, y al ver la expresión de tu cara supe que esa era la respuesta exacta que esperabas de alguien como yo. La cara de alguien que ha vivido toda la vida con miedo y ya no espera nada porque no conoce más que ese miedo.
Esa fue la última frase que nos dijimos. Después saliste a enfrentarte a tu destino.
Recuerdo tu rostro y tu olor de aquellos días impregnado de gasolina. Las calles ardían, tu vibrabas, estamos a esto de conseguir cambiarlo todo. Así de ambiciosos eráis, pobres locos, y sonreías al llenarme los bolsillos de panfletos que hablaban de ese futuro brillante a la vuelta de la esquina.
Te creía, claro, como no creerte en esa locura tan contagiosa. En esa sonrisa y la utopía que dibujabas en ella.
No deberías haber estado allí, solo en medio de la noche. Hasta un gato cobarde como yo sabe eso. Debería haber estado contigo, enfrentarnos juntos a ese destino ya marcado, sin rastro de miedo por una vez en la vida.
Nunca debería haber permitido que te convirtieses en un poema sin terminar.