

La naturaleza dibuja origamis a nuestras espaldas. Son efímeros mensajes grabados durante eones en las vetas de mineral que recorren una montaña o enterrados en lo más profundo del código genético de las flores.
Pequeñas obras de arte que la raza humana, su creación más desafortunada, pisa y humilla sin piedad. A veces por necesidad, la mayoría por la pura ignorancia y el egoísmo de creerse el centro de un universo creado para satisfacer todos sus caprichos.
A la naturaleza no le importa. Para ella sólo somos un suspiro, un leve parpadeo dado por alguno de sus miles de ojos.
Una mañana, en lo que ella tarda en desperezarse al despertar, nuestra raza habrá desaparecido por completo dejando como recuerdo un rastro de ciudades en llamas.
Y cuando el último humano haya desaparecido de la superficie de la tierra entre horribles estertores ella podrá seguir entregada a sus ensoñaciones que no conocen el paso del tiempo.