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Channel: mirar – El artista del alambre
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habitación 201

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La vi aparecer una tarde de bufanda y paraguas en alto arropada entre un murmullo de ropajes caros y una nube de perfume que parecía seguirla a todas partes.

Nada más traspasar la puerta reunió a su alrededor un pequeño séquito de hombres dispuestos a llevar sus maletas, mostrarle la ciudad o jurarle amor eterno. Ella permanecía impasible en medio de todo aquello sin componer un mal gesto. Sonreía y asentía devolviendo halagos como un croupier experto en romper corazones.

– Tengo una reserva para tres días, me dijo al llegar al mostrador – espero que sean suficientes para ver la ciudad. No dejaba de jugar con los rizos de su pelo y me miraba felina como si esperase una respuesta.

– Es posible que le sobren la mitad. Gruñí mientras entregaba la llave atada a un pesado llavero con el número de la habitación grabado en bronce.

Ella me guiño un ojo en un gesto que era tan viejo como la misma humanidad – Tranquilo, ya se me ocurrirá algo que hacer. Y nada más decirlo puso rumbo a la escalera mientras deleitaba a su público con una última panorámica de su espalda y un trasero espléndido en tecnicolor.

Cuando desapareció en lo alto casi pude sentir un murmullo de decepción que recorrió todo el vestíbulo como una ola de energía. Su ausencia nos devolvía a aquel enorme hall en medio de un hilo musical de violines y las pantallas de plasma del bar llenas de tipos duros en blanco y negro que llevaban décadas desaparecidos.

El trasiego de la gente, el murmullo constante, el olor de la lluvia, el ligero rastro de su perfume… La vida es juntar momentos que rara vez llevan a algún sitio.

Volví a verla aparecer por esa misma puerta unas horas más tarde. Miraba con asombro el vestíbulo como intentando recordar el camino recorrido hasta llegar allí y llevaba los zapatos en una mano y el bolso en la otra. Era la misma mujer, un poco más hermosa y un poco menos sobria.

Al verme en el otro extremo del vestíbulo me lanzó una sonrisa galáctica y empezó a caminar sobre la alfombra con la concentración de un equilibrista mientras yo contenía la respiración para no verla caer y romper ese travelín existencial, casi mágico, que nos conectaba.

– Esta ciudad esta muerta, querido. Una chica nueva en la ciudad y se empeñan en irme cerrando cada sitio donde quiero entrar. ¿Te lo puedes creer?

Los coleccionistas de momentos pasamos años esperando el instante en que alguien nos deje recitar nuestro papel. Tienes que entendernos, conteste, apenas hace cinco años que se nos murió el dictador y aún no hemos aprendido a divertirnos.

Ella se reclino sobre el mostrador haciendo fuerza sobre los brazos y dejando sus pequeños pies balanceándose en el aire mientras nuestros ojos se perseguían sin descanso.

– Pobre niño, me dijo poniendo su mano sobre mi mejilla y situando sus labios a esta distancia de los míos -Tú también te has quedado aquí, atrapado en esta horrible ciudad, ¿verdad?

No había respuesta posible ante un diagnostico tan preciso. Vivir en aquella ciudad era como boquear sin descanso en busca de un aire que no acaba de llegar a los pulmones. Una muerte lenta atrapada en una caja de música esperando unas manos que la pusiesen en marcha.

Cuando comenzó a subir por aquellas escaleras aquel vestíbulo y toda mi vida volvieron a parecerme insoportablemente pequeños.

Debemos hacer ronda dos veces cada noche, lo pone en un libro enorme lleno de normas que nos entregan al contratarnos. Por eso me sentía perfectamente inocente cuando, un poco más tarde, mis pasos se encaminaron escalera arriba. Aunque algo debería haber sospechado porque mi subconsciente, en vez de hacerme subir en ascensor hasta la última planta y luego recorrer en sentido descendente el edificio como hacía todas las noches, decidió empezar directamente en la segunda planta.

Antes de poder comprender mi engaño me encontraba ante su puerta donde me esperaba, perfectamente recortado entre las luces de emergencia, uno de esos enormes zapatos suyos, agazapado como un animal doméstico en espera de un dueño.

Lo recogí y acuné en mi regazo intentando encontrar alguna respuesta cuando el destino, siempre a la espera, decidió encajar todas las piezas en su sitio y el golpe de un pestillo abrió a mis espaldas una rendija de apenas cinco centímetros que daban paso a una oscuridad total.


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