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El guía espera con paciencia hasta que todos guardamos silencio a su alrededor y nos informa de que la zona que ahora pisamos con nuestras sandalias y deportivas era conocida hace siglos como “buharya”. Un nombre, nos explica, que de una forma libre podría traducirse como “espejo de sol”.
Sonrío con superioridad ante lo que me parece una frase manida y gastada. El típico discurso de un guía repetido mil veces ante un grupo de turistas deseoso de vivir experiencias únicas mediante paquetes de viaje estandarizados. Parece que ya lo hemos agotado todo, los sitios a los que ir y las palabras que decir. Y entre todo ese agotamiento, mi estúpida sonrisa no es más que una bandera de rendición.
A nuestras espaldas el sol ha ido desapareciendo dejando en su lugar un viento que barre las piernas desnudas y tostadas por el sol. La noche parece tener prisa por ocupar su sitio y el frío, junto una a especie de miedo primitivo a la oscuridad, hace que nos hayamos ido agrupando sin apenas darnos cuenta hasta parecer un grupo de pingüinos desamparados.
Ella no esta conmigo, ha decidido esperar en el coche, pegada al móvil, con los pies sobre el salpicadero y un gesto de disgusto que conozco a la perfección. En los últimos días parece estar enfadada de una manera constante y agotadora. No enfadada contra mi, más bien parecer estarlo contra una idea abstracta de la que yo soy su máximo representante… en realidad no lo sé, no puedo saberlo. Su enfado es un rompecabezas con piezas aleatorias de diferentes juegos que soy incapaz de armar. Escarbo entre las piezas y descubro que estamos ante un paisaje de una ciudad: asfalto gris, lo que parece una farola… sigo buscando y aparecen piezas de una pradera, flores llenas de colorido, una roca… nada parece encajar en su lugar.
Empiezo a preguntarme si ante la imagen final que obtendré al colocar la última pieza en su sitio habrá merecido la pena todo ese esfuerzo.
El coche a mis espaldas con ella dentro parece parece una fiera dormida a la espera de algo y el sol ante mis ojos, ese sol anunciado por el guía, se muestra ante mi como una promesa de algo que no tiene prisa por llegar.
¡Ahí esta el sol!, grita el guía lleno de orgullo y extiende los brazos hacia el horizonte, como si fuese el único responsable de ese milagro que ahora se muestra ante un pequeño grupo de pingüinos tristes y desamparados.
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