Mi primer contacto con la fotografía fue, como el de tantos otros, con una cámara heredada y carretes Ilford en blanco y negro. No recuerdo el motivo de usar esos carretes pero siempre fui fiel a ellos, supongo que alguien a quien admiraba los usaba. Aún hoy creo que el éxito se esconde en repetir los viejos rituales de los que llegaron primero.
Soñaba con ser fotógrafo y con irme del barrio donde crecí, creo que eso era todo. No recuerdo momentos felices en aquellas calles que tanto fotografié. Tampoco tristes, eso es cierto, recuerdo esos años como un enorme vacío en blanco y negro.
Todos mis planes consistían en huir de allí, así lo veía entonces, como una huida, como una especie de traición al futuro que me esperaba. Con huir de allí y con tener una pequeña habitación donde poder revelar mis fotos. Así de pequeños y manejables han sido siempre mis sueños.
Cuando apareció la fotografía digital la abracé con entusiasmo y abandoné el blanco y negro. Estaba extasiado con esos colores tan vivos y brillantes que aparecían al pasar las fotos por la magia del ordenador.
Debe ser cierto que todas las vidas tienen algo de trampas circulares porque, tras ese largo paso por lo colores, he seguido usando el blanco y negro en muchas fotos. La mayoría de ellas parece que salen así, en blanco y negro, desde la cámara. Como si el acto de simplificarlas al máximo quitando los colores le otorgase otra vida, otros significados.
Nunca tuve aquel cuarto de revelado soñado en mi adolescencia ni logré escapar muy lejos del barrio de mi infancia. Mis sueños siguen siendo pequeños y confortables, algo que debería ser fácil de alcanzar, a punto de tocarlos con la punta de los dedos, pero siempre parecen encontrarse un paso por delante de mi realidad.