Cada noche, justo antes de dormirme, veo dos orejas picudas asomando a los pies de la cama. En cuanto apago la luz y me incorporo para dormir el felino da un salto, se mete entre las sábanas y empieza a ronronear mientras empuja mi costado con las patas delanteras.
He mirado en Internet para encontrar la clave de ese comportamiento pero nadie parece saber el motivo exacto. O más bien, hay tantos motivos que es imposible adivinar lo que pasa por su peluda cabeza. Sospecho que tiene algo que ver con la comida. Todo lo que hace este puñetero gato termina relacionado de alguna forma con la comida.
Aunque no veo ninguna veneración hacia mi persona creo que de alguna forma el micho me ve como una especie de enorme mamífero, torpe y estúpido, cierto, pero dueño de una magia primitiva capaz de hacer brotar la comida del fondo de un armario o de sacar agua de donde no había nada.
Mi teoría es que el gato se comporta de una manera muy parecida a como debieron hacerlo los hombres primitivos cuando miraban al cielo con ojos llorosos buscando un atisbo de piedad y al día siguiente una lluvia hacia crecer las cosechas. Si golpeas al humano con las patas y ronroneas, al día siguiente aparece comida en tu cuenco, ¿de verdad necesitas saber algo más?
Seguro que parece algo absurdo a poco que lo pienses, un ritual sin sentido y hasta un poco denigrante, pero es mejor no arriesgarse a enfadar a deidades torpes y estúpidas con extraños poderes.
No, es mejor no tentar tu suerte ni hacerse demasiadas preguntas cuando las cosas parecen venirte de cara.
Llevo veinte años oyendo el zumbido de los halógenos cada día en la oficina, enterrado entre montañas de papeles en una rutina absurda y embrutecedora y a final de mes los generosos amos hacen brotar dinero en mi cuenta bancaria. Quizás si dejase de venir y me quedase amodorrado junto al gato lo seguirían ingresando sin hacer preguntas pero no tengo forma de averiguarlo.
Para encontrar respuestas habría que correr un riesgo y no hemos sido educados para conjugar el verbo arriesgar en ninguna de sus formas. Hemos trazado trincheras en nuestros pequeños lugares de trabajo y no queremos saber nada del mundo exterior. No sabríamos vivir fuera de ellos.
Mi cubículo tiene un puñado de fotos del gato y una entrada de teatro para una función a la que nunca fui. Unos centímetros a la derecha, el espacio vital de mi compañera se va llenando con imágenes de playas y paisajes que parecen idénticos e intercambiables entre sí.
Se acerca el Verano, me dice con un entusiasmo un tanto infantil a modo de explicación.
Nuestras fotos, nuestros trabajos, nuestros rituales. De alguna forma todos vamos dejando un rastro que nos define y nos persigue a modo de viscosa línea temporal delimitando todo eso que llamamos vida y que tiene más que ver con las cosas perdidas y abandonadas que con las defendidas con tanto esfuerzo.
Mi compañera se asoma y me pregunta si ese gato que aparece en las fotos de la pared es mío. Asiento con la cabeza a modo de respuesta aunque dudo que a ese mamífero en cuestión se le pueda atribuir una pertenencia. Lo encontré al volver del trabajo parado en el portal, al abrir la puerta decidió seguir mis pasos mientras no dejaba de mirarme y moverse alrededor. Subió conmigo, se metió en casa y después de pasearse por cada rincón y asomarse a cada ventana decidió no volver a salir de allí. Así de sencillo.
A la mañana siguiente abrí la puerta de la calle y salió disparado en dirección contraria temeroso de que le mostrase la salida. Cuando volví del trabajo ahí seguía, tumbado en el sofá como si fuesen sus dominios. Al verme recordó lo precario de su situación y vino corriendo a saludar y moverse a mi alrededor, rindiendo así su pequeño tributo para poder tener techo y comida todos los días.
Quizás si dejase de venir a la oficina me seguirían pagando puntualmente. Sólo tendría que venir una vez al mes para frotarme entre las piernas de mi amado jefe…
En días como hoy, ese me parece un plan perfecto.