El jardinero y la hiedra llevan diez años enfrentados en una batalla interminable. La hiedra, aferrada a cada fisura, abraza la fría piedra y asfixia cada resquicio, cada arista. El jardinero, defendiendo el territorio centímetro a centímetro, luchando cada día por abrir huecos en puertas y ventanas.
El jardinero todos los días se enfrenta a la hiedra, y todos los días lo hace sabiendo que se trata de una batalla perdida.
El tiempo de la hiedra es infinito; una criatura que ha crecido desde raíces profundas y ocultas de las que emerge una savia siempre nueva, una corriente que nunca se detiene, que recorre cada ramificación nutriendo las hojas que brotan verdes y brillantes, incansables. La hiedra es una presencia sin tiempo y sin límite, una fuerza renovadora cuya única misión es colonizar cada grieta, tomar posesión de cada centímetro, porque sabe con la certeza de lo inevitable que la vida se abre paso incluso sobre cualquier obstáculo.
Mientras tanto, él sigue siendo el mismo, un cuerpo limitado que, día a día, se va quedando sin aliento, un ser que no se renueva. Cada enfrentamiento con la hiedra le exige un esfuerzo titánico, un desgaste silencioso que sólo él percibe en sus manos temblorosas, en sus pasos cada vez más lentos. Es consciente de que su tiempo se agota, apenas un destello en la historia sin final de esa planta que lo rodea y, eso es lo peor de todo, que lo sobrevivirá.
No se rendirá, no puede hacerlo aunque intuya que no hay batalla posible porque el edificio ya ha dejado de existir. El jardinero sospecha que debajo de la hiedra el granito del edificio ya ha desparecido, que ya no hay piedra, ni madera ni cristal, los elementos primigenios de la humanidad.
Bajo la hiedra sólo hay más hiedra sostenida en el aire como si fuese un encantamiento.