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Channel: mirar – El artista del alambre
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¡vencer!

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El caudillo emite sonidos ahogados al masturbarse con la mano derecha mientras la izquierda, que sujeta una pluma estilográfica, tiembla sobre el papel contra el que firma las últimas sentencias de muerte apiladas sobre el pesado escritorio del despacho.

Ese solía ser el mejor momento del día, con al amanecer iniciando su lento ritual y el viejo palacio aún en un silencio de camposanto. Pero ya no, todo ha cambiado para volverse más incómodo, quizás se deba a la llegada del invierno que ha traído negros nubarrones que no logra explicar sobre su laureada cabeza.

Aquel enorme caserón tampoco ayuda. Con sus goteras eternas, casi imposible de calentar y atestado de gente que entra, sale, reclama y exige sin descanso. En fin, suspira, somos soldados y debemos hacer sacrificios. Así es la vida del soldado, la vida que han elegido, no entiende porqué les cuesta a sus hombres asimilar algo tan sencillo. Son la fiel infantería, deben avanzar hasta donde se les diga y dar su vida con alegría y resolución si así se les reclama.

De esa incomprensión nacen casi todas las sentencias de muerte que esperan sobre su escritorio, son el recordatorio último de que no deben olvidar sus obligaciones. Toma entre las manos la última que ha firmado y limpia distraído una pequeña mancha de la esquina inferior mientras lee el nombre que aparece sobre la línea de puntos, un teniente de artillería, muy joven. Recuerda a su padre, lucharon hombro contra hombro en los buenos viejos tiempos cuando todo era más sencillo. Quizás por eso el hijo se permitió olvidar su deber para solicitar, casi demandar, ante él y todo el estado mayor el cese del último y fallido ataque frontal con el que pensaban recuperar el mando de la capital.

Un chico joven y prometedor, ahora lo recuerda. Sujeta la hoja por el borde y se siente tentado de romperla, hacerla desaparecer. Pero no puede, él sí conoce sus obligaciones y es fácil, demasiado fácil, confundir la bondad con la cobardía, concluye dejando la hoja de nuevo sobre la pila.

El dictador se estira lentamente y toma aire antes de reunirse con el estado mayor que espera impaciente en la sala de los mapas. Siempre les hace esperar, deben aprender en que consiste la jerarquía. Jerarquía, obligaciones y obediencia, la vida del soldado.

Cuando cruza las enormes puertas de roble todos se cuadran hieráticos como estatuas y escuchan aterrorizados como el dictador mueve divisiones que hace meses fueron hundidas en el barro y agrupa regimientos totalmente diezmados para lanzar ataques sin ninguna línea de aprovisionamiento.

Todos asienten con admiración y fingen tomar notas. Cuando salen de la sala algunos lloran, pero la mayoría han aprendido rápido: dejan pasar unos días y vuelven con noticias de milagrosas victorias o derrotas a manos de oficiales que en su cobardía no supieron entender las órdenes y que pronto engrosarán la pila de hojas encima de la mesa.

El 25 de Noviembre, casi cumplido un año del glorioso alzamiento, un alférez vislumbra una columna de humo que avanza con decisión hacia el viejo caserón en lo alto de la colina. Enseguida se comunica con el puesto de observación donde le juran por lo más sagrado que ellos no ven absolutamente nada. El alférez, que aún no sabe el precio de dar malas noticias, se acerca hasta el puesto de mando armado con unos prismáticos para observar aterrado a una columna de carros acorazados que, en perfecto orden y con la bandera enemiga al viento, avanzan decididos haciendo temblar la tierra con el viejo himno de la guerra. Es imposible desde su posición que el alférez sienta temblar la tierra, pero es obvio que lo hace, que tiembla como si el mismísimo Jesucristo la estuviese partiendo en dos.

El estado mayor se reúne en secreto y miran con reprobación al alférez que se encuentra a punto de recibir formación táctica de primera mano sobre como funcionan las cosas en las altas instancias. La única duda es si vivirá lo suficiente para hacer algo con tan valioso aprendizaje.

En la enorme sala el grupo de hombres guardan un silencio atronador. Unos se miran las manos y otros carraspean incómodos, pero la mayoría parecen muy interesados en contar las tablas de madera del suelo. Nadie parece querer subir a comunicar la mala nueva a la figura que se pasea nerviosa, pueden escuchar sus pasos, en los aposentos superiores. Es comprensible, son todos soldados veteranos, han sobrevivido a decenas de batallas esforzándose mucho en no hacer nada, que es la manera más segura de salir vivo de una batalla.

Al final, uno de los generales con el pecho lleno de medallas y orgullo patriótico, rompe el silencio y murmura. Ya es mala suerte que pase esto ahora, justo ahora, cuando estábamos a punto de ganar la guerra.


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