Los gatos no viajamos, nos viajan. En cuanto vemos a nuestro humano acumular bolsos y mochilas corremos raudos a meternos en su interior para, simplemente, dejarnos llevar.
Los gatos conservamos intacta la capacidad de ilusionarnos y cualquier sitio que llevemos dos días sin ver nos parece tan nuevo e interesante como un regalo recién desenvuelto.
Los humanos no: necesitan constantemente trazar complejos planes y proyectos para, dicen, encontrarse. Ubicar en algún punto preciso del tiempo y el espacio la persona que nunca fueron pero creyeron ser. Como si el idiota que les mira todos los días al otro lado del espejo y el desastre que atesora no tuviese nada que ver con ellos.
En realidad lo que anhelan los humanos es escaparse de sí mismos. Pero es un esfuerzo inútil, nunca son lo suficientemente rápidos. En cuanto llegan a un nuevo sitio creyéndose otros su viejo yo, que lleva horas en ese lugar, les espera sentado en el sofá con una sonrisa cruel para recordarles de manera despiadada que no hay huida posible.
Las vidas y los errores humanos son trayectorias circulares, por eso son tan tristes sus existencias. Basta que intenten escapar con todas tus fuerzas de algo para acabar dándose de bruces justo con aquello de lo que trataban de huir.