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Channel: mirar – El artista del alambre
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la rabia y los sueños

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La vida es un lento proceso de rendición en el que vas entregando cada vez más territorio a un enemigo al que nunca llegas a ver el rostro. Al final acabas en una soledad raramente buscada, peleando contra fantasmas y defendiendo una bandera raída en la que en el fondo nunca creíste, o en la que creíste sin la verdadera fe de los valientes.

Cada cual tiene su bandera, las elegimos o nos eligen, no importa. En mi caso esa bandera tendría un fondo negro y una “A” pintada en color rojo sangre.

Sigo escribiendo casi las mismas cosas desde hace décadas, aunque ahora las acompaño de fotos que intento que me rediman de todo pero que no explican nada. No hay día que no quiera quemarlo todo, golpearme contra una pared sólo para ver si aún puedo sentir algo. Contemplo mi menguante agenda del móvil,  la casi completa ausencia de llamadas o de planes… y sé que he fallado, que no he logrado encajar, que lo entendí todo al revés.

Encajar, el juego infantil de anillas en que cada pieza tiene un lugar asignado. Mueves el juguete con tus torpes manos, luchas contra el caos y ante tus ojos se abre un final de indescriptible belleza: cada cosa en su sitio, sin margen de error.

Encajar, el viejo mantra de nuestro mayores, encuentra tu lugar, la manada, el refugio. Nadie sobrevive mucho tiempo en soledad ahí fuera.

Me equivoqué en ese juego. Apenas tuve amigos, no encontraba mi sitio en ninguna de las actividades que tan fáciles resultaban a mis compañeros. Nada de secretos compartidos, de rodillas llenas de heridas tras un día de juegos interminables, ni tardes de verano llenas con promesas de eternidad.

Quizás por eso, por ese intento de encontrar un asidero, pasé mi adolescencia en medio de un montón de punkis de crestas levantadas con jabón lagarto que lavaban en las plazas públicas para dejarlas enhiestas, vestidos con cientos de tachuelas, llenos de consignas pueriles y una ausencia absoluta de propósitos.

Supongo que ahí tampoco llegué a encajar, o no del todo. Me adoptaron un poco como una criatura frágil y extraña que no duraría mucho tiempo a la intemperie y la que dejas descansar al lado del fuego, un poco por pena, un poco por curiosidad. Mi tristeza era, ¿cómo decirlo?, más victoriana, ya sabéis, mucho poe, byron aderezado con sopenhauer y un poco de nietzsche mal digerido. No hay nada peor que una mala digestión de nietzsche, os lo aseguro.

Tengo en mi móvil guardadas muchas canciones de aquellos años, a veces las escucho y me sorprende lo vigentes que parecen algunas de ellas. O ellos vieron el futuro o hemos vuelto al punto de partida.

Sí, soy de esas personas que aún guardan las canciones. No quiero que Spotify saque conclusiones sobre mi vida y tampoco creo que esos grupos hayan logrado aparecer en ninguna plataforma. Esa ausencia de visibilidad es algo que, supongo, debería llenarlos de orgullo, ser minoritarios entre los minoritarios, ¿no era eso lo que queríamos?, ser invisibles. 

 La mayoría de la música que pasaba por mis manos eran maquetas mal grabadas, con poca técnica y rabia, mucha rabia.  La rabia era el hilo conductor que nos galvanizava y permitía reconocernos en cualquier lado. Nos habían prometido que si estudiábamos mucho, si bajabámos la cabeza, si aprendíamos un idioma diferente al nuestro y teníamos algo de suerte podríamos vivir la vida de nuestros padres. Porque eso era lo máximo a lo que podíamos aspirar, a la vida de nuestros padres.

Y eso nos ponía muy furiosos, muy furiosos. 

La rabia,  me pregunto dónde habrá quedado toda esa energía.  Si de verdad supimos hacer algo útil con ella o si simplemente la desperdiciamos como los perfectos salvajes que éramos apartando la pepita de oro que nos prometía la felicidad para quedarnos con un trozo de cuarzo sin valor que nos entregaba el conquistador de sonrisa malvada.

La rabia y los sueños, eso es lo que nos queda. La rabia y los sueños, dos piezas que nunca parecen encajar en ese estúpido juego.


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