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Channel: mirar – El artista del alambre
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moher

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Los acantilados de Moher son unas impresionantes murallas que detienen al Océano Atlántico a los pies de Irlanda en una partida infinita que lleva siglos en movimiento.

No siempre han sido esas dos criaturas domesticadas que aparecen en la imagen. En el inicio de los tiempos, en ese mismo lugar, tuvo lugar una batalla que hizo temblar los cimientos de un mundo aún en construcción.

A un lado, sobre la superficie de color magnesio del océano se encontraba Manannán mac Lir, Dios del mar. Un Dios de la era antigua, rápido en el castigo, indolente en las recompensas. De su voluntad dependía que los barcos llegasen a puerto, o que los peces quedasen atrapados en las redes de los pescadores. Y su voluntad era caprichosa y voluble como las olas oscuras de la superficie.

Sobre la tierra firme, el aire y el cauce de los ríos reinaba un fiero dragón al que todos conocían como Morvarc’h, el que escupe fuego. Una criatura aún más antigua que el propio tiempo.

El viejo corazón recubierto de escamas del dragón sentía pronto su final y anhelaba extender sus dominios más allá de la tierra firme. Cada mañana se asomaba e los dominios de Manannán mac Lir para retarle en un duelo. Gritaba, insultaba y casi suplicaba una última batalla, quería que su nombre fuese recordado.

No le asustaba tanto la muerte como el olvido.

El ganador gobernaría sobre todos los elementos, ese era el trato al que llegaron. Nadie preguntó su opinión a los humanos, siempre ajenos a los designios de los dioses y atrapados en sus oscuras maquinaciones.

La lucha fue voraz, una danza de destrucción y poder que duró días y noches sin fin. Hasta que, exhaustos por la contienda, Manannán mac Lir y Morvarc’h llegaron a un inesperado acuerdo. Reconociendo la fuerza y la valentía del contrario, decidieron poner fin a la batalla de la misma forma que la había empezado.

Como parte de la tregua, Manannán mac Lir moldeó con sus manos divinas las escarpadas rocas de la costa, erigiendo acantilados imponentes que se alzaban desde las profundidades del mar hasta las alturas inexploradas. Estos acantilados serían testigos eternos de la épica confrontación entre el dios del mar y el dragón.

Morvarc’h, masticando a desgana un pacto que sentía como una derrota, prometió respetar los límites establecidos por Manannán mac Lir y retirarse a las tierras más allá del dominio marino.

Nada más se supo nada del dragón, sólo mitos y leyendas. El olvido que tanto temía cayó sobre su nombre y sobre toda su raza.

¿Y el mar?, el mar sigue ahí, arañando cada día unos preciados milímetros de una tierra que no le pertenece, porque el tiempo de los dioses es infinito y nunca respetan un acuerdo en el que no hayan sido declarados ganadores.


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