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Channel: mirar – El artista del alambre
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nadie recordará nuestro nombre

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El Carnero con el que posamos sonriendo en la fotografía es uno de los muchos primos que tenemos desperdigados por las verdes praderas irlandesas. Todos ellos claman ser los orgullosos descendientes de aquellas otras ovejas que pastoreaba Polifemo en las páginas de la Odisea, y todos ellos presumen de ser una raza indómita con las venas anegadas de ardor guerrero.

No les hagáis mucho caso, como buenos Irlandeses, tienden a confundir los hechos con las palabras. Lo único cierto es que, a pesar de su tamaño fuera de escala, son de naturaleza tan dócil y sencilla como la de cualquier otra ovejita lanuda.

También Polifemo era una criatura tranquila y solitaria a la que el mundo nunca quiso otorgar algo de tranquilidad. Así fue casi toda su vida: una constante huida sin dirección. Asqueado del mundo, de todos aquellos que le juzgaban sin conocerlo pero, por encima de todo, deseando escapar de sus padres, tan llenos de poder, tan orgullosos y, , avergonzados por la criatura deforme que habían engendrado en un equivoco momento de pasión.

Y Galatea, siempre Galatea, nunca le preguntéis a Polifemo por Galatea. Cuando oye su nombre parece hacerse más pequeño ante nuestros ojos, sus hombros se inclinan sobre la mesa y parece que le cuesta mantenerse erguido. Moverá su fea cabezota una y otra vez y antes de volver a caer en ese nombre: Galatea, murmurará como quien recita un hechizo largo tiempo olvidado mientras dibuja su nombre con las miguitas de pan desperdigadas sobre la mesa.

Fue por culpa de la mujer tras ese nombre que Polifemo decidió desterrarse en aquella isla desierta llena de ovejas y de naranjos, y en la que esperaba poder descansar ajeno a un mundo que no entendía ni pretendía entender. Una cueva, sus ovejas y el paso de los días, no necesitaba nada más.

Podríamos decir que lo logró y sería una historia con final feliz, pero la felicidad es apenas un instante que pasa entre un golpe y el siguiente. No tardaron mucho tiempo en aparecer en los acantilados de su isla las afiladas embarcaciones del infame Odiseo y la maldición que trajeron sobre su vida. Odiseo, nunca le preguntéis a Polifemo por Odiseo.

Demasiados nombres borrados de su vida, demasiados días desaparecidos de los calendarios. Tantos que no parecen tener sitio en una sola existencia.

Pero estábamos hablando de nosotras, de las ovejas. Las ovejas de Polifemo fueron obligadas contra su voluntad a entrar en las panzas ventrudas de aquellos barcos para acabar desperdigadas por toda Europa. No lo dudéis, fue una historia épica, con sus héroes, sus villanos y sus eternos perdedores, pero no hubo ningún cronista para narrarla y por eso nunca ocurrió.

Piensa en ello. Piensa en las manos enguantadas de Paulus bajando los prismáticos que reflejan las ruinas de Stalingrado y las de su futuro, piensa en los huesos pelados de Scott recubiertos por un único calcetín de lana en una tumba extraña bajo el hielo de la Antártida, en la chaqueta de Mallory que guarda la foto de su amada en esa inmensidad inasequible que es (era) el Everest.

En todos esos hitos marcados en los libros de historia había una pobre ovejita de la que nadie sabía su nombre, que con su lana, su leche y muchas veces su propia vida fue decisiva en eso que los humanos, con su cortedad de miras habitual, definen con grandilocuencia como “la historia de la humanidad”.

¿Sabéis qué?, no nos importa no aparecer en esas páginas porque somos así de modestas, ni tan siquiera escribimos nuestra propia historia. Las ovejitas no estamos interesadas en la inmortalidad. Sabemos que nadie recordará nuestro nombre y eso nos parece lo mejor que puede decirse de alguien: que nació en silencio, vivió sin dejar una nueva cicatriz sobre la cansada piel del mundo y que murió sin ser recordado.


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