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En los tiempos del viejo rey, hombres del lejano norte llegaron a las fronteras para amenazar su territorio. El viejo monarca envió a sus mejores guerreros para vigilar los acantilados, pues sus espías aseguraban que serían atacados por el mar.
No os mováis de allí, bramó el viejo rey a los fieros guardianes señalando a las inmensas torres de piedra levantadas ante el mar, no lo hagáis hasta que yo en persona os ordene lo contrario.
Y sus mejores guerreros, prietas las filas, contraídos los rostros, golpearon sus escudos y corearon viejos himnos que pedían el favor del Dios de la guerra, el único Dios que conocían.
Los enemigos llegaron con la luna del cuarto día, pero atacaron por el interior, no por el mar. Atravesaron como un puñal los fértiles valles y cayeron en silencio sobre la capital del reino.
La sombra de la traición fue el último presente que recibió el viejo rey. Allí quedo su augusta cabeza, decapitada y empalada en una pica expuesta sobre las almenas del castillo para ser mancillada por gaviotas y cuervos, ajenos ambos a las jerarquías de los humanos.
Los nuevos dueños paseándose ufanos por sus nuevas posesiones. Las mujeres violadas, los hombres torturados, esclavizados, arrastrados y desmembrados por el fango en un viejo ritual de sangre y fuego. A nadie le importó, ni sus nombres, ni lo que creyeron o sintieron en esos instantes de agonía. Nada de eso importa; sus vidas fueron sólo las vidas de otros muchos que se cruzaron en el sangriento camino de la historia.
¿Y los guardianes? Los guardianes no cedieron un paso, lo habían jurado por su honor, su más preciada posesión. Allí siguieron, en los acantilados donde los había situado el viejo rey, oteando el horizonte a la espera de ver aparecer entre la bruma de los acantilados a aquellos barcos que portaban extrañas cabezas de animales talladas en las quillas.
No os mováis de allí, fue lo último que escucharon, y allí se mantuvieron.
Pasaron los años, las décadas… los siglos. Tiempo acumulado como se acumula el polvo sobre los objetos sin uso. Los elementos cayeron sobre los guardianes, el hielo, la lluvia, el sol inclemente. Sobre sus cabezas acechaba el olvido definitivo.
Poco a poco, sus cuerpos se convirtieron en piedra. Sus pensamientos cada vez más lentos, se difuminaban, apenas recordaban nada de su pasado, una única idea en el núcleo de su conciencia: no ceder, no retroceder nunca… no os mováis de allí.
Algo terrible pasaría si dejaban de vigilar el océano que se abría a sus pies.
Sus parpados se fueron cerrando, una especie de amnesia cada vez más cercana… resistir, no ceder.
La marea, incansable, cubría las rocas donde se asentaban, desgastando sus formas. La tierra se movía bajo ellos, pero los guardianes permanecían inmóviles. Se convirtieron en dólmenes, marcas de una guerra olvidada por todos, salvo por ellos.
Erigidos a lo largo de la costa. Ahí siguen, esperando al terrible enemigo que jamás llegó. Entregados a una sagrada misión que ya nadie recuerda.