Recuerda todo esto, suplicaba su cerebro, no olvides nada de lo que veas.
Y así lo hizo: tomo nota de todo hasta convertirse en un automáta sin voluntad. Una fotocopia manoseada de un tipo que cargaba sus cámaras con manos temblorosas, contaba cadáveres desgarrados y enviaba crónicas de un terror cada más inabordable al otro lado del mundo.
Muy pocas veces recibía respuestas a sus palabras. El mundo civilizado se había olvidado de aquella guerra y se encontraba a solas con aquel puñado de muertos al que cada noche pasaba lista en sus pesadillas.
Todos esos días y sus recuerdos formaban parte de un mismo horror indistinguible en sus inicios y sus finales. Los muertos le miraban con ojos vacíos y le gritaban no nos olvides, cuenta nuestra nuestra historia. Y él tragaba saliva, levantaba la cámara e intentaba dar algo de sentido a todo aquello.
Cuando los engranajes que lo mantenían en marcha dejaron de girar estuvo tres días vomitando bilis en la habitación de un hotel enterrado entre los escombros de lo que había sido la antigua capital. Cada mañana veía su reflejo en el espejo y un día sólo vio a un perfecto desconocido al otro lado que le miraba aterrado.
Al quinto día llamaron a la puerta de su habitación y supo que era la muerte que al final había logrado dar con sus pasos. Salió a su encuentro aliviado de acabar con todo, pero en su lugar aparecieron tres jóvenes pertenecientes al ejército de fantasmas que aún defendía la ciudad. Apenas pudo reconocerles con los uniformes rasgados y la suciedad que acumulaban.
Le pusieron un saco en la cabeza y le arrastraron al interior de una furgoneta donde paso tres horas sumergido entre vómitos y diarreas rumbo a algún lugar indeterminado de las afueras.
Tenemos que sacarte de aquí, le dijeron los tres espectros cuando le dejaron ver la luz del sol.
La guerra estaba perdida, todos los sabían, y en breve serían pasto de la historia. Necesitemos que cuentes al mundo lo que esta pasando, dijeron sus espectros. Y al decirlo agarraron con fuerza los fusiles que portaban intentando componer un resto de valentía. No pudieron engañarle, él supo leer el miedo en sus rostros.
Cruzaremos por las montañas, dijo el viejo traficante con el que contactaron para salir del asedio. Conozco los pasos de los hombres y el sonido de los animales. Pero nadie se fiaba de sus palabras. Nos traicionará en cuanto tenga la ocasión, fue su apuesta más arriesgada. Nadie quiso contestar.
Los tres fantasmas le miraban sin rostro cada noche y le acusaban sin palabras. Tú vivirás, le reprochaban, nosotros moriremos. Cuando hayas cruzado la frontera a salvo volveremos a sellar nuestro destino entre las ruinas de aquella ciudad.
Habían puesto sus vidas y la memoria de todo un pueblo entre sus manos. No nos falles, repetían incansables, y él los escuchaba sumido entre la fiebre y el delirio y cada noche era arrastrado por manos sin carne a un abismo del que no había final.
Se despertaban nada más amanecer y caminaban por caminos sin nombre ni mapas. Los tres fantasmas sujetaban sus fusiles y reconstruían los restos de un valor que había quedado sepultado entre las ruinas. Eran jóvenes, apenas unos niños, y la muerte incansable ya mordía sus talones.
No puedes fallarles, aullaba su cerebro entre delirios cargados de fiebre. Alguien debe contar nuestra historia, le repetían en su letanía. Y los fantasmas se sentaban a su lado y le miraban mudos esperando un consuelo que estaba fuera de su alcance.
El último día antes de cruzar la frontera apareció aquella manada de perros. Parecían huir del mismo infierno que ellos pero trotaban a su lado con calma, ocupando toda la carretera como si conociesen el camino. A veces levantaban la cabeza y gruñían al aire. Sabía que veían a los fantasmas caminando a su lado y que los pobres espectros no tenían ningún poder alguno sobre aquellos chuchos que habían elegido su destino.
Se agachaba a su lado, juntas las cabezas y dejaba que se mezclase el vapor de sus respiraciones intentando contagiar algo de su valor. A veces les daba de comer restos de comida que apenas podía retener en su cuerpo y ellos la aceptaban con orgullo. ¿de qué huís?, les preguntaba, y ellos miraban hacia las ruinas humeantes y los muertos que adornaban el camino. Huimos de vosotros, de ti. Huimos de vuestra raza.
El último día antes de cruzar la frontera los vio dibujarse entre la bruma de primera hora de la mañana y supo que eran una señal. En sus delirios comprendió que habían sido enviados para protegerle, que todo saldría bien y que quizás pudiese escapar de aquella vesania y de la muerte que trazaba surcos sobre la tierra.
Haz esa foto, aulló su cerebro. Puso una rodilla en tierra y saco la que sería la última fotografía de aquella locura.