Ella estudiaba arquitectura, yo buscaba algo y el destino nos cito en una catedral gótica: ella empeñada en trazar el boceto de unos arcos en su libreta, yo en busca de un fugaz rayo de luz que cruzase la foto en el momento exacto.
No nos vimos, tropezamos en medio de la sala y entablamos un breve tango plagado de disculpas hasta que logramos establecer un orden en nuestras tareas.
Lo reconozco, no era muy buena dibujando, pero tenía una magia especial para captar las dimensiones. Bajo su escala de grises todo tenía mejor aspecto, las luces, el espacio… Todas esas cosas que existen mientras las ignoramos.
A veces sonreía y el tiempo se quedaba congelado en esa sonrisa. Al menos así lo recuerdo… a veces me hago trampas al recordar. A veces prefiero hacerme trampas.
A ella no le gustaban mis fotografías, siempre les faltaba algo. Sin saberlo yo también notaba esa ausencia y llevo desde aquellos días en busca de ese algo que nunca aparece. Cada vez que creo tenerlo en el encuadre se escapa aleteando. Quizás, me consuelo, en eso consista hacer fotografías.
A mi me gustaban las iglesias románicas, ella prefería las catedrales góticas. El románico es más pequeño, me parece más honesto, sostuve a modo de débil explicación.
Ella negó con la cabeza y sonrió con los ojos. En todos mis libros de arquitectura aún no he visto aparecer la palabra honestidad una sola vez.