Crecí demasiado solo en medio de bosques enormes que aún no habían probado el acero y la furia de nuestras máquinas de supervivencia. Los bosques llegaban casi hasta los patios de nuestras casas y era fácil perderse entre ellos; con apenas cerrar una puerta a tus espaldas ya te encontrabas en medio de un mundo distinto, con sus propios ruidos y olores.
A mi me aterraban, pero no era el miedo, era algo que viajaba aún más rápido que el propio miedo.
Era joven y aún pensaba que los temores son algo a lo que te enfrentas, no algo de lo que huyes a todo velocidad. Por eso me obligaba cada día a llegar un poco más lejos en su interior. A veces en mi recorrdio veía un viejo molino o un resto de pisadas y sabía que no era el primero en pasar por allí, pero cuando todo quedaba en silencio era fácil creer que no había ni una sola persona en todo el mundo.
Deje de tener miedo a aquellas inmensas murallas de vegetación cuando empecé a entrar en ellas con una cámara de fotos entre las manos. Me sentía protegido por aquella pequeña caja llena de luz y magia que dotaba de un objetivo a mis excursiones.
Las imágenes, las palabras siempre han sido para mi un arma, pequeña y débil pero necesaria para enfrentarme a todo aquello que no he logrado entender en la vida.
Si consigues conjugar con palabras el mayor de tus miedos lo acabas convirtiendo en algo real, algo palpable a lo que puedes enfrentarte. Quizás sin éxito, claro, pero la vida es simplemente pelea, el éxito o el fracaso es algo secundario.
Al fin al cabo mis palabras y mis imágenes nunca han sido tan grandes como el mayor de mis miedos.