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Channel: mirar – El artista del alambre
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los hombres vencidos

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los hombres vencidos

– Ahí, justo ahí

Acerco el coche al arcén y mi padre se escapa por la puerta del copiloto antes de que haya logrado pararlo del todo. Me enseña exultante un pequeño hito de piedra donde en un rojo descolorido se nos informa que nos encontramos en el kilómetro veintinueve de una carretera comarcal desconocida.

Hemos estado horas dando vueltas hasta dar con el lugar donde mi padre asegura, aunque nadie en el coche recuerde ese episodio, que pasó una buena parte de su infancia. Una época idílica de la que mi padre ha estado hablando desde el inicio del viaje con tanto misticismo que ha logrado que olvidase nuestro destino, apagase el GPS y empezase a deambular por un puñado de carreteras que parecían todas iguales para intentar encontrar el lugar de sus desvelos.

Giro la llave para apagar el motor y miro el reloj angustiado. Comprendo que ya da igual lo que hagamos, llegaremos tarde, muy tarde a su fiesta de cumpleaños.

Cuando me vuelvo hacia el asiento trasero intentando encontrar algún tipo de apoyo logístico sólo veo a tres arpías de rostro ceñudo que, sin necesidad de decir palabra alguna, cargan sobre mis hombros el peso de la culpa por todo lo que pueda pasar a partir de ahora.

En ese asiento se congregan dos generaciones de mujeres que fueron engendradas con el único fin de hacer más pequeños a cuanto hombre se cruzase en su camino hasta transfomarlos en algo tan insignificante como para poder llevarlo en el bolso.

Me encojo de hombros para intentar darme fuerzas y decido bajar del coche. Hace mucho calor fuera y nos contempla un paisaje plagado de prados inmensos sin rastro de vida. Cuelgo la corbata sobre el retrovisor intentando que eso sea una demostración de carácter y me alegro sin saber el motivo al verla mecerse sin ganas, como un estandarte olvidado.

Es una mañana agradable, todo parece estar en su sitio exceptuando los tres pares de ojos que me siguen desde el asiento trasero. Nos cruzamos la mirada durante un instante y antes de ir en busca de mi padre les dejo la llave del coche sobre el asiento. Quizás alguna de vosotras quiera aprender a conducir en vez de seguir volando con las escobas, les digo cuando ya he cerrado la puerta y sé que no pueden oírme.

Mi padre casi ha desaparecido entre la vegetación y se mueve frenético mientras murmura y gime en un tono infantil con el que repite insistente que este lugar y no otro es el lugar correcto. Después de haberse equivocado tres veces, ahora esta seguro que ese trozo de terreno baldío era el sitio exacto donde estaba la granja de su infancia.

En el asilo nos han dicho que ese tipo de reacciones serán cada vez más frecuentes y que debemos intentar no contrariarle. Le miro en silencio y pienso que quizás se merezca esos breves instantes de escapismo después de cincuenta años peleando en solitario por una familia que, vista en la distancia, quizás no era merecedora de tanto esfuerzo.

El hombre tranquilo al que un día tuvimos que ir a buscar al cuartelillo por meterse en medio de una huelga en una empresa para la que llevaba años sin trabajar. El gigante que nos besaba y nos rascaba con su barba cada noche cuando venía de la fábrica mientras nos hacíamos los dormidos. El padre bondadoso que las tres basiliscos del coche no lograron doblegar mientras tuvo fuerzas y que ahora, ya vencido, han convertido en una caricatura que puedan integrar en su discurso de zorras compasivas y misericordiosas.

Si seguimos el rastro de todas esas piedras dejadas por mi padre a lo largo de sus años deberían contarnos una historia, servirnos de vademécum para una vida mejor, pero soy incapaz encontrar algo entre todo ese brutal azar que nos impone la vida. La decadencia y la muerte de aquellos que te nacieron es un abismo que observas horrorizado porque te impone aquello en lo que te convertirás demasiado pronto.

Me pongo a su lado intentando colocarle la corbata y la camisa que se ha salido por completo de los pantalones, le tomo la mano y tiro hacia mi hasta obligarle a sentarse a mi lado para abrazarlo. Juntamos nuestros cuerpos y noto el calor que emana entre la ropa y ese olor que desprenden los cuerpos cuando ya se han dado por vencidos pero aún no logran reconocerlo.

Nos quedamos un rato con la cabeza baja y en silencio, pero apenas me da tiempo a pensar algo que decir porque levanta la cabeza olfateando el aire como un animal acorralado y grita algo sobre un pozo que había en el otro extremo de la finca. Un pozo digno de un cuento, con su polea y su cubo de hojalata que él se encargaba de manejar cada mañana para sacar el agua.

Le veo correr hacia el pozo imaginario impulsado por una velocidad que sus piernas ya no conocen hasta que acaba de bruces contra el suelo. Se hace sangre en las manos, tiene una brecha en los labios al morderse en la caída y al intentar levantarle empieza a temblar totalmente fuera de sí. De la boca le cuelga una babilla brillante y me señala un pequeño túmulo de piedras en donde estaba el pozo. Tienes que creerme, me dice con ojos enloquecidos, estaba justo ahí, y empieza a mover las piedras desperdigadas por el suelo intentando encontrarlo. Se queda de pronto parado, con una piedra que ha elegido al azar y acurruca entre sus manos llenas de manchas.

Al mirar hacia abajo rompe a llorar de forma desconsolada como si esa piedra fuese la pieza de un rompecabezas irresoluble.

Me siento a su lado mientras intenta recuperar el aliento y apoyamos la espalda sobre las piedras. El cielo azul dibuja extrañas nubes y nos quedamos siguiendo en silencio el rastro de un avión del que sólo ha quedado una tenúe línea trazada en el horizonte.

Al bajar la vista hacia el coche que nos espera paciente comprendemos que ninguno de los dos tiene fe alguna puesta en el regreso.

– Tienes razón, papá, le digo al final – Tuvo que ser una granja cojonuda.


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