Es una iglesia gótica llena de piedra, siglos y luz, indistinguible a mis ojos de otras muchas catedrales que se desperdigan por la guía turística que llevo guardada en el bolsillo. Pero esta es especial, esta tiene su propio guardián: un gato macho de color negro que se pasea indolente entre los bancos.
Lo he visto desde lejos y nos hemos citado en la nave central ante un enorme retablo plagado de oro y arabescos. El gato posa su mirada en las esculturas dolientes, luego me mira y luego otra vez vuelve sus ojos al retablo. Es una mirada de curiosidad e incomprensión hacia los humanos y sus artefactos. Todo ese derroche, toda esa necesidad de añadir una línea en algún gastado libro de historia es algo totalmente ajeno a la lógica de un felino.
En esa pelea de miradas que hemos establecido desde nuestras posiciones el micho sale perdedor y decide seguir su recorrido por la iglesia. Camina haciendo equilibrios entre las sombras y las zonas de luz que escupen los rosetones. Desde mi sitio observo como balancea su cuerpo cerca, muy cerca de las zonas iluminadas, siempre parece a punto de tocarlas y en el último instante endereza el rumbo y sigue por las zonas umbrías. Es un juego extraño y un poco estúpido pero parece empeñado en no perderlo.
El curita, porque había un párroco agazapado tras el confesionario que no había visto hasta ahora, sigue sus evoluciones y aferra con un mano un rosario de marfil y brillantes y, con la contraria, lanza airados conjuros cargados de fuss y rass para intentar espantar al felino de sus dominios. El minino, sobra decirlo, le ignora como sólo puede ignorarte un minino.
El vicario no ceja en su empeño, eleva el sonido de sus plegarias y se apoya sobre las vetustas maderas del confesionario que se quejan y crujen por el peso de su enorme anatomía. El gato sigue su paseo sin desviarse un milímetro de la línea trazada. Al llegar al final, con un salto a traición que apenas hemos podido vislumbrar, se planta encima de los bancos mirando con ojos enormes y ambarinos al cura que, cogido por sorpresa, dibuja una expresión de puro terror en su rostro y casi se cae de culo de vuelta al interior del confesionario.
El felino, cumplida su misión, se posa sobre el suelo y se encamina hacia la salida.
Os juro que el muy cabrón iba sonriendo.