Eligieron un candado como símbolo de su amor. Un cierre, un territorio, un lugar privado, definido y seguro. Algo férreo y eterno como el amor que sentían.
Eso os dirán.
Al final de mes, la mujer encargada del mantenimiento recorre el puente desde un extremo hasta el contrario. Su capa es un chaleco fosforito con el nombre del municipio y en vez de guadaña porta unas tenazas gigantescas con las que va arrancando los candados que llenan la verja del puente. Si nos fijamos en ella podemos ver aparecer una ligera sonrisa de satisfacción ante la tarea que tiene encomendada.
Click, clank, los va mutilando y caen al fondo de un desgastado cubo de plástico azul. Rotos, vencidos, indistinguibles unos de otros.
Una metáfora perfecta de todas esas cosas que pasamos una vida evitando hasta que se nos vuelven inevitables.
Piensen cuáles pueden ser las razones básicas para la desesperación. Cada uno de ustedes tendrá las suyas. Les propongo las mías: la volubilidad del amor, la fragilidad de nuestros cuerpos, la abrumadora mezquindad que domina la vida social, la trágica soledad en la que en fondo vivimos todos, los reveses de la amistad, la monotonía e inservibilidad que trae aparejada la costumbre…
Paris no acaba nunca (Vila-Matas)