Todos los días la misma niña, la misma mujer y una playa distinta, porque la playa cambia con cada ola, con cada pisada que dejamos tras nosotros. Nunca puedes volver a pisar la misma playa de la misma forma que no es posible regresar a los lugares donde creímos ser felices.
Madre e hija, parecía el nexo lógico al verlas juntas, pero había algo que no acaba de encajar en esa composición. Quizás los gestos, o la forma de hablar de ella, llena de cariño pero sin ese toque familiar y, porqué no decirlo, de enorme cansancio que parecen arrastrar los progenitores tras todo un día al servicio de unas criaturas caóticas y respondonas.
Pero allí estaban. La mujer mirando soñadora a la playa, casi se diría que feliz de pasar los días entre aquellas dunas y la niña, exploradora, buceadora y princesa a ratos de castillos de arena que adquirían dimensiones colosales en su cabecita.
Y la muñeca, faltaba la muñeca. La niña sujetaba una muñeca de trapo, rechoncha, gastada y fea que llevaba a todas partes. Se aferraba a ella como si fuese el centro de algo y me hizo recordar aquella otra muñeca, seguramente rechoncha, gastada y fea de mi infancia. Un recuerdo ya borrado que ahora volvía con la insistencia de las cosas que quieres olvidar. Un hilo insidioso que parecía pedir a gritos ser tirado para arrastrar consigo todo aquello que había dejado apartado, no borrado ni, al parecer, olvidado. Sólo eso, apartado, esperando su oportunidad para reaparecer como un mal actor en una comedia mediocre.
En un descuido, la mujer y la niña fueron hacia el agua y la muñeca se quedo en la arena, abandonada y mirándome con una sonrisa sin inteligencia. Pensé en lo fácil que sería robarla, apropiarme de ella para recuperar mi infancia perdida abrazando a la muñeca. A veces dotamos a los objetos de una magia que no se encuentra a su alcance, como si su sola presencia fuese un conjuro para recuperar a la madre que nunca estaba o convertirme en la madre que nunca fui.
La vida al final se reduce a eso, ausencias que llenamos con objetos.
Pero no lo hice, no robé la muñeca de la niña, sólo les robé esta fotografía. No necesito llevar más infancias perdidas en mi conciencia.
Al quinto día apreció el hombre. No lo supe hasta que se sentó al lado de la mujer. Parecía fuera de lugar y rompía esa armonía que habíamos ido tejiendo a lo largo de la semana. No se besaron ni mostraron ninguna señal de afecto. Simplemente se sentó a su lado y se puso a mirar el mar con la misma expresión soñadora que había visto en la mujer.
Cuando recogieron los trastos, sombrilla, toallas, mochilas y se fueron con la niña colgada del brazo de la mujer, supe que ya no volverían allí. Aquel había sido el último día que compartiríamos en aquella playa que ya no era la misma playa del inicio.