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Channel: mirar – El artista del alambre
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schiehallion

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schiehallion

He vuelto a ver al rey de la montaña, me esperaba, como todos los amaneceres, al salir de la tienda de campaña. Ha posado sobre mi sus pequeños y bovinos ojos cargados de odio y después se ha dado la vuelta rumiando el desprecio que siente hacia los estúpidos humanos que mancillamos su territorio.

No deberíamos estar aquí, insistía mi amigo. Era el único de nosotros que había nacido en aquella zona y tenía el cerebro agujereado por todas las historias que contaban sus abuelas al calor de los fuegos. Cuentos sobre los espíritus de nobles guerreros reencarnados en aquellos carneros estúpidos que vagaban por las cumbres llenas de niebla… batallas de hace siglos contra invasores extranjeros, lugares mágicos y muertes llenas de épica. Fijaos en esos enormes cuernos, ¿no veis las runas grabadas en ellos? Cuentan la historia de su vida, sus batallas y su noble muerte protegiendo la montaña sagrada.

Ya llevábamos cinco días allí varados. Paralizados sería una palabra más adecuada porque habíamos abandonado por completo el objetivo inicial del viaje consistente en recorrer aquella mágica cordillera en una ruta respetuosa y mística de búsqueda interior. Era un gran plan, sin fisura alguna hasta que en una de las mochilas apareció a traición una bolsa llena de sustancias psicotrópicas de alta graduación: raíces y una especie de hongos secos y macerados. Un material de primera.

Lo único que aquella tierra parecía dar en abundancia eran las patatas, los pesimistas y sustancias que te ayudaban a viajar sin moverte del sitio.

Sospecho que en el fondo de nuestras conciencias nadie quería hacer de senderista  por aquellas montañas. Más bien lo que deseábamos con todas nuestras fuerzas era escapar, y cuando digo escapar no veo necesario concretar de qué porque todo parecía diseñado para oprimirnos. Aquella tierra cercada por lluvias eternas, las carreteras horribles que no parecían capaces de llevar a parte alguna… todo parecía conjurado para acabar con nosotros y con nuestras ansias de libertad. Unos años más, el fin de la juventud, el momento en el que tomaríamos grandes decisiones sobre nuestras vidas y acabaríamos siendo nuestros hermanos mayores, nuestros maestros… nuestros padres. No se nos ocurría un destino peor que ese.

Todos esos días pasaron como un jirón de niebla ante mis ojos. Salía de la tienda poco antes del amanecer totalmente desnudo y dejaba a mis espaldas un humo denso y pesado que brotaba de la tienda a modo de ofrenda votiva. Me tumbaba sobre la hierba y absorbía la fuerza de la tierra. Lo escuchaba todo, lo sentía todo entrando por cada poro de mi piel y todo me parecía mejor, estaba enganchado a aquella montaña con una energía telúrica. Por primera vez las piezas lanzadas al azar que eran mi vida habían dejado de importarme.

Después orinaba contra los arbustos, saludaba al rey de la montaña que continuaba impasible en su posición, volvía a la tienda para comer algo de las provisiones cada vez más menguadas y me masturbaba antes de volver a dormirme. El resto de la tarde trascurría en un completo olvido: seguíamos fumando, hablando a solas o entre nosotros totalmente idos y no dejábamos de esperar una señal, algo que nos impulsase al movimiento.

Lo estropeamos todo cuando matamos al rey de la montaña.

No éramos nosotros, aunque no sabría cómo explicarlo. El espíritu de los lobos, lobos grises, hoscos y fieros que corrían en manadas por aquellas montañas se habían adueñado de nuestros cuerpos y nos hicieron galopar desnudos entre la hierba gritando, gruñendo, dándonos ánimos entre nosotros, sabiendo sin saber cuál sería nuestra primera presa.

Lo olimos al inicio de un bosquecillo…  podíamos olerlo todo, el agua fresca del riachuelo, el aroma terroso y condensando de los líquenes… todo, incluso el sudor rancio y la peste a amoniaco y orines que surgía de nuestras ropas sucias y gastadas.

Ni tan siquiera nos vio venir, lo cercamos ocultos entre la niebla, a favor del viento, y caímos como una maldición sobre su cuerpo.

Lo destrozamos allí mismo, a golpes, a arañazos. A dentelladas nos peleamos por los mejores trozos y el amanecer nos descubrió ebrios de violencia, cubiertos de sangre y totalmente idos. A nuestros pies yacían los restos del rey de la montaña, su cabeza arrancada, clavada en una pica y sus vísceras formando un repulsivo lazo alrededor del palo.

Hemos matado al dios de la montaña, repetía incasable nuestro amigo cubierto de sangre y presa de algo muy por encima del pánico. Lloraba y apenas era capaz de sostener la vista sobre los restos de la carnicería. Debemos salir de aquí lo más rápido posible. No habrá perdón alguno.

Ojala te hubiésemos hecho caso.


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