Siempre me he tomado la fotografía muy en serio. Demasiado, sospecho, a tenor de los resultados obtenidos.
Para alguien que me observe mientras tomo una fotografía, debo aparentar la seriedad de esos niños que se involucran en los juegos como si fuesen dolorosamente reales. Porque eso es la vida cuando somos unos niños: un juego que nos tomamos muy en serio. Aún no hemos descubierto que todo ese lío de madurar, de crecer, de ser alguien, no es más que una trampa diseñada a la medida de cada generación.
Por eso, los adultos nunca comprendemos los juegos infantiles. Toda esa energía, el exceso de planificación y un esfuerzo constante sin posibilidad de perpetuación. Siempre queremos que se dediquen a otras cosas, que “dejen de perder el tiempo”, esa horrible frase que sepulta tantas infancias.
La fotografía siempre ha sido para mi esa pared que llevo años embistiendo con la única ayuda de mi voluntad. A veces creo ver una fisura, un hueco entre los ladrillos, y me digo: esta vez sí, esta vez la pared caerá... Y siempre vuelvo al punto de partida, dolorido, un poco más cansado y siempre, siempre en el puñetero lado de acá, el lado en el que no hay nada.
Me tomo tan en serio la fotografía que nunca he mostrado en este pequeño rincón fotos a las que no pueda dar un sentido, una explicación… una intencionalidad.. Ninguna fotografía de pies sobre la arena de la playa, nada de un recargado plato de comida… ni un sólo fotograma frívolo que no estuviese dedicado al sagrado arte de la fotografía.
Pero hago esas fotos, claro que las hago. Como todas las cosas importantes de la vida, la fotografía también debería ser un juego. Tienes tu entrada, alguien ha pagado el billete, llámalo Dios si eso te reconforta. Pues ya está: sube a la noria, disfruta del viaje y saluda a la gente bajo tus pies. Al final todos acabaremos en el mismo sitio, ¿para qué preocuparse?, ¿para qué tanta prisa?
En mi último viaje a Irlanda, casi nada más pisar tierra, me encontré en una tienda que era una trampa para turistas, a una pareja de ovejas de lana por las que pagué una cantidad absurda y, decidí en ese mismo instante, que formarían parte del viaje.
Con vuestro permiso, dedicaré esta semana a mostrar por aquí un puñado de esas fotografías. Una semana, nada más, prometido. Luego volveremos a ser esas personas serias que se toman los juegos muy, muy en serio.

La primera de ellas es en Dublín, puente de la concordia. Los puentes, ya se sabe, son una metáfora perfecta para justificar las obras de arquitectos perezosos: unen orillas, salvan obstáculos y, punto extra, si lo miras con algo de empeño hasta puede parecerte un arpa celta. No puede pedirse nada más a un puente. Bueno, se le puede pedir que no suponga un peligro para los viandantes, pero en un puente diseñado por Calatrava quizás sean unas expectativas demasiado altas.
Una vez compartida la comida con grupo de violentas gaviotas que vivía bajo en el puente, fuimos a una breve visita al Trinity College para dejar mi curriculum vitae. Sin éxito: al parecer ahí tampoco buscan profesores de literatura comparada.

Mañana seguimos, ¿me acompañáis?